los
años veinte fueron años "felices", años locos, "la década del
jazz "como la denominó el escritor norteamericano Scott Fitzgerald por el
éxito de músicos como King Oliver, Duke Ellington y Louis Armstrong; los años
del tango y del charlestón, del deporte y del cine, de los night-clubs y
cabarets, de Josephine Baker y Maurice Chevalier. Las implicaciones de aquel
cambio eran, con todo, muy significativas y en cierta medida, trascendentes.
La
aceptación de los ritmos musicales populares se tradujo al mismo tiempo en una
expansión generalizada y en la pérdida de su particular conceptualización
peyorativa. Ocurre con el tango, música arrabalera argentina, procedente de
diversos influjos musicales traídos por los emigrantes, cuya incursión en los círculos
burgueses será rápida y exitosa.
Desde luego, el baile, sensual y sugerente, es
parte importante de su popularidad, y más en una época en que se permite
percibir cierta liberalización sexual.
Ritmos
negros, latinos y populares desplazan, en los gustos musicales de las
sociedades, a las tradicionales obras de compositores clásicos. La música se
convierte en un bien de consumo inmediato, festivo, proceso al que ayuda la
invención de elementos de transmisión como la radio, el fonógrafo o el cine
musical.
Jazz,
boogie-woogie, charleston, foxtrot... son nuevas maneras de entender la música
y el baile. Sus apariciones se suceden, en un intento desenfrenado por mostrar
una alegría de vivir que parece contagiosa, donde lo frívolo y lo festivo
ocupan un lugar de primer orden. El papel de la mujer en los bailes acentúa su
sensualidad, reforzada con ropajes más ajustados, maquillajes exagerados, el
uso de pantalones y el cigarrillo entre los labios.